hierba opinion

M. Santiago Pérez Fernández.

“Mucho más que manos”.  

Posa su mano sobre mi cuerpo semidesnudo. Su frialdad me provoca un pequeño escalofrío. Dura unos segundos. Por unos instantes contemplo sus manos.  Huesudas, largas, fuertes. 
Puede dar la sensación de fragilidad. Nada más alejado de la realidad. Taheña. Nervuda. De sonrisa pronta. 
Tumbado, boca abajo, contraigo mi cuerpo. No sé qué va a hacerme. No es la primera vez, aunque lo parece. 
Toca mis pies. Va ascendiendo poco a poco. No se detiene. Parece estar reconociendo un terreno que no le es extraño. Tras ese primer contacto, suave pero sin llegar a ser delicado, sus manos se transforman y se convierten en rayos x. Explora, toca, aprieta cada uno de mis músculos.
Sin remedio me tensiono. Me remuevo. Mi respiración se agita. Profundiza con sus dedos y rompo a sudar.
Ríe.
Cuando mi tensión se desmadra, relaja la presión. Siento un enorme alivio. Una palabra cariñosa. Me distrae con cualquier pregunta. Conozco el juego tantas veces practicado. Mi cerebro, por un momento, se distrae y ella vuelve a la carga.
Los dedos de los pies, mis piernas son un juguete en sus manos.
Me da un respiro. Mi rigidez es máxima.
Un leve roce en mi cuello me pone en alerta. Ahora mi espalda es suya, enteramente suya.
Cada músculo es un libro abierto para ella. Sus manos recorren mi columna, su columna.
Presiona. Suspiro. Sus dedos me horadan. Grito. No le importa. Sigue a lo suyo. Relajación. Tregua. De pronto la presión me parece insoportable. No son sus dedos. ¡Son son codos! Siento que me va a incrustar en el suelo. Gimo. Lloro.
Ella, ajena a mi dolor, continua sin contemplaciones. Ya no lo soporto más. No me puedo controlar. Antes de que yo diga nada, para.
Me envuelve con sus brazos, con un ligero movimiento encaja lo desencajado.
Media vuelta. Nada cambia. En esos momentos ella son sus manos. La punta de sus dedos son neuronas que procesan información. Nadie conoce mi cuerpo como ella. Sabe lo que necesito.
Me hace llorar y reír al mismo tiempo. Ella ríe. En sus manos soy un juguete.
Se coloca tras de mí. Eleva mi cuello. Lo sostiene un rato. Lo baja suavemente. Lo agarroto. Toma mi cabeza entre sus manos. No presiona demasiado. Un suave y seco movimiento, un pequeño giro y… crac. Nada se rompió. Sudo.
Prosigue un rato más. Lo peor ya pasó. Ya está.
Ella, Mónica, es fisioterapeuta, mi fisioterapeuta. Nunca le estaré bastante agradecido por sus manos y por ser como es. Gracias.

M. Santiago Pérez Fernández

Otros artículos de M. Santiago Pérez Fernández en su Blog:
http://tineosuscosasylasmias.blogspot.com

Compartir