M. Santiago Pérez Fernández
Hubo un tiempo en que el término democracia tenía un gran significado para los españoles. Era un deseo, una aspiración. Fue tal la ilusión que generó su advenimiento que pronto desilusionó. La democracia no soluciona los problemas de una sociedad, es una herramienta que se da para avanzar y que está en permanente construcción. Esta circunstancia parece no tenerse en cuenta y de ahí los desafectos.
Aquello de que «España es diferente» si no es cierto lo parece. Llegamos tarde a todos los procesos históricos y los que generamos en casa no suelen dar buen resultado. La Transición no fue lo modélica que algunos la quieren pintar, pero tampoco se podía hacer mucho más en aquellos años. Otra cosa bien distinta es que pasados los años aún siguen vigentes modos y maneras del franquismo.
La extrema derecha se hizo con el discurso en las redes sociales y de ahí al Congreso de los Diputados no les costó mucho. Recuerdo cuando algunos políticos se vanagloriaban de que la extrema derecha no había llegado a las instituciones en España. Estaba claro que iba a ser así. Hasta para lo malo llegamos tarde. Desde ese momento la vida política, y por lo tanto la social, se enrareció hasta niveles nunca alcanzados. Aquello del «váyase señor González» es una broma con lo que sucede hoy.
No soy capaz a asimilar lo que está pasando. Los niveles de crispación son tan elevados que cualquier atisbo de defensa de medidas democráticas queda reducido a la nada y suelen ir cargadas de críticas feroces con apelativos como rojo, bolivariano, comunista o dictador. Las redes sociales están plagadas de duros enfrentamientos en los que la educación no existe. Menos guapo se llaman de todo. Esas broncas digitales han pasado a la vida real y no es extraño ver enfrentamientos dialécticos subidos de tono en los bares, nuestros centros sociales por antonomasia. En muchas familias se ha llegado al acuerdo de no tratar temas políticos con el fin de no romper lazos. Pero si las actitudes y comportamientos ciudadanos dejan mucho que desear lo de los políticos no tiene nombre.
La denominada clase política ha pasado de argumentar a enfrentar. No hay debates, hay intercambios de insultos, ataques personales o simplemente monólogos con el fin de construir un relato, normalmente plagado de incorrecciones, bulos o mentiras. Con esas tensiones nos acercamos los ciudadanos a los medios de comunicación. Recordamos las broncas pero no las acciones o inacciones del gobierno, bueno, de estas nos acordamos, al menos de las que nos interesan de forma individualizada.
La derecha y su extremo, apenas indiferenciables hoy, han copiado las estrategias que han dado buenos resultados a sus homólogos mundiales. Esas derechas radicales están hoy en eso que han denominado iliberalismo.
El espectáculo que nos ofrecen nuestros cargos públicos es bochornoso. Lo único que logran es la desafección ciudadana. Hay marrulleros a los que los han puesto de nuevo en primera línea para que sus mamporros sean más visibles. No es que tengan una lengua sibilina, es viperina. Las huestes les aplauden con fervor cuasi religioso. Algunos eclesiásticos se suman a la fiesta y no faltan jueces, fiscales, abogados, militares, policías, falsos sindicalistas, empresarios. ¿Y? ¿No estamos en una democracia? Sí, pero…
Una sociedad hiperinformada como la nuestra carece de capacidad crítica y reflexiva. No lo podemos negar. Si no fuera así no podríamos votar a determinados partidos por los integrantes que llevan en sus listas electorales. Somos dados a exigir responsabilidades penales y pecuniarias, pero no políticas. Curioso.
La escasa comprensión lectora que aqueja a nuestra sociedad – no lo digo yo, lo dice el informe PISA y lo constaté durante mi vida laboral como bibliotecario – contribuye de forma notable al encabronamiento social. Véanse las redes sociales.
Otro factor coadyuvante es el individualismo. La derecha no cree en la igualdad social, que no significa otra cosa que igualdad real de oportunidades, y defienden que todos tenemos las mismas oportunidades económicas en un sistema liberal sin ningún control. Una sociedad que no tiene sentido colectivo solidario es presa fácil en manos de grandes manipuladores como se está demostrando.
No nos equivoquemos, nuestra democracia es imperfecta, todas lo son, pero más allá hay un territorio gélido e inhóspito del que es muy difícil salir. A este país le costó cuarenta años de muertes, miedos, pobreza, desigualdades y, sin embargo, hay quienes, en su desconocimiento de la historia o su perversión ética, añoran aquellos lúgubres tiempos.
Pensemos lo que pensemos, ante todo seamos demócratas.
M. Santiago Pérez Fernández
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